Para ser justos, más que oro, lo que buscaba Hennig Brand, era la ansiada piedra filosofal. Su curioso razonamiento le embarcó en una empresa para estudiar la orina humana con profundidad. Recolectó decenas de cubos de la misma, sometiendo el pis a todo tipo de procesos hasta que dio con una sustancia que mostraba unas propiedades extraordinarias: se inflamaba espontáneamente en contacto con el aire y brillaba de forma fantasmal en la oscuridad. Decidió denominar a esta sustancia, fósforo, del griego «Phos» (luz), y «phoros» (traer). Portador de la luz, muy poético.
El producto obtenido no era otra cosa que fósforo blanco, una de las formas alotrópicas de este elemento químico: es tóxico y produce terribles quemaduras en contacto con la piel. El fósforo rojo, su forma estable, puede obtenerse a partir de él, calentándo su vapor a 250 grados o exponiéndolo a la luz solar.
Que el alquimista se topara con este nuevo elemento fue suerte, pero también perseverancia. Hoy sabemos que el fósforo es un componente esencial de los sistemas vivos y se encuentra en los tejidos nerviosos, los huesos y el protoplasma celular. Su exceso lo eliminamos a través de la orina, en forma de fosfatos y ácido fosfórico, y por eso Brand pudo encontrarlo.
Mi orito amarillo…
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